Un tema central para la gobernabilidad
En este post se reflexiona sobre los retos y dificultades del proceso de cambio necesario para la institucionalización de la función directiva pública.
¿Por dónde empezar? ¿Cuáles son el itinerario, el mapa, los compañeros de viaje y los vehículos que conducen a un escenario de institucionalización de la dirección pública? ¿De qué variables depende que los esfuerzos reformadores de las administraciones sirvan para arraigar y consolidar modelos de gerencia profesional en los sistemas públicos?
En opinión de Francisco Longo, no existe una respuesta genérica a estas preguntas. No hay un único camino posible. Por otra parte, las estrategias de cambio más acertadas serán las que se basen en el conocimiento más próximo posible de la realidad. Las circunstancias concurrentes en cada contexto institucional pueden imponer significativas diferencias de enfoque.
Dicho esto, parece evidente que la intervención decidida y en paralelo sobre las cuatro áreas mencionadas en el post anterior constituiría -de ser factible- la opción más contundente, ya que cada una de las líneas de intervención que hemos citado retroalimenta las demás, y es estimulada al mismo tiempo por ellas.
El problema es que tales enfoques sistémicos sólo están al alcance de empeños reformadores globales dotados a la vez de una clara visión y voluntad de cambio, y de un consistente poder político. No siempre es el caso. Sin pretensión de generalizar, puede decirse que el desarrollo de directivos, asumido como prioridad de intervención en un número creciente de casos en nuestro entorno próximo, está desempeñando un importante papel dinamizador.
No parece necesario insistir en la necesidad de un liderazgo dotado de la visión necesaria, y capaz de transmitirla y concitar adhesiones. Como en todo cambio complejo, la conducción del mismo necesita de una dirección comprometida y coherente.
No está escrito dónde encontrar un liderazgo así. Ciertamente, en nuestro contexto institucional las agendas políticas de los gobiernos no incluyen ordinariamente entre sus prioridades los temas que venimos abordando.
Una de las exigencias que plantea la institucionalización de la gerencia pública, y probablemente una de las mayores dificultades, es la de mantener visiones de largo plazo, capaces de dotar de continuidad a procesos de cambio que, por su propia naturaleza, son de largo alcance.
La formación de directivos públicos es sin duda una de los ejes básicos de estos procesos. La dimensión dual de la formación (transmisión de conocimientos y habilidades, y modificación de actitudes y valores) la relaciona directamente con dos de las áreas de intervención a las que antes nos hemos referido: por una parte, incrementa las competencias directivas disponibles; por otra, contribuye de manera decisiva al cambio cultural.
La presencia en las organizaciones públicas de un número creciente de directivos convencidos de su papel y dotados de las competencias para ejercer como tales es, por sí misma, un factor dinamizador de los cambios a los que nos estamos refiriendo. Su lógica propensión a exigir un espacio propio, la incorporación a sus organizaciones de valores y modelos mentales diferentes, que contrastan con la tradición burocrática, son elementos que disponen de un indiscutible potencial transformador. La inversión en capacitación ha sido, en muchos casos de nuestro entorno, un comienzo de cambios importantes en las estructuras y maneras de hacer de las organizaciones públicas. No es un mal comienzo, en nuestra opinión.
Lo que sería un error es pensar que la formación, por su carácter, si se quiere, soft, a menudo más asequible y fácil de gestionar que, por ejemplo, las reformas estructurales y legales, es por sí misma la solución para institucionalizar la dirección pública. Cuando la formación adquiere ese carácter totémico, puede llevar, por una parte, a oscurecer el panorama y suministrar una imagen engañosa, por parcial, del panorama de reformas necesarias, y, por otra, a la frustración de muchas personas: aquéllas que, tras ser capacitadas como managers, y después de intentar sin éxito encontrar el espacio y el apoyo para desempeñarse como tales, acaban por comprobar que detrás de la inversión en formación no existía un propósito deliberado de reformar en profundidad la administración y consolidar la gerencia pública. Ni qué decir tiene que estos desenlaces “queman” las reformas y producen aprendizajes organizativos de signo contrario a los que estamos proponiendo.
La institucionalización de la gerencia pública profesional exigirá avanzar en el desarrollo de una identidad colectiva reconocible. Para ello, nos parece necesaria la existencia de una masa crítica suficiente de personas que se perciban a sí mismas como directivos públicos.
La creación y desarrollo de vínculos de diverso tipo, la frecuencia de los intercambios, la coincidencia en programas de capacitación gerencial, la participación en redes de gerentes públicos de diferente naturaleza y ámbito, la puesta en marcha de iniciativas asociativas, de mecanismos específicos de apoyo profesional, de foros de debate, son iniciativas que contribuirían al desarrollo y reconocimiento de esa identidad colectiva. Creemos que tanto las administraciones públicas como las instituciones académicas más vinculadas a la formación en gerencia pública están llamadas a dar su apoyo y colaborar en ellas.
Ya antes dijimos que el marco jurídico es un área ineludible de reformas, si se quiere institucionalizar la dirección pública. Ni la legislación vigente de función pública ni las leyes vigentes de organización ni el resto de normas que podrían resultar aplicables respaldan con eficacia un modelo de gerencia pública profesional como aquél sobre el que estamos reflexionando, lo que contribuye a un claro déficit de institucionalización.
Hace falta un marco estatutario específico, capaz de garantizar, con la flexibilidad necesaria, el acceso de perfiles directivos profesionales y las adecuadas condiciones de ejercicio de la función, protegiéndola tanto de la deriva burocrático-funcionarial, como del sesgo hacia la politización.
Pero no creemos que el cambio legal sea, las más de las veces el mejor modo de iniciar las reformas. Por otra parte, el desarrollo de la función directiva no puede ni debe esperar, a nuestro entender, las reformas jurídicas. De hecho, las mejores reformas legales son, en nuestra opinión, aquellas que consolidan e institucionalizan los cambios efectivamente producidos.
En nuestra opinión, el principal agente impulsor del desarrollo de la función directiva públic
a no está llamado a ser el legislador, sino los gobiernos.
Insistimos en la dimensión ideológica o cultural de los cambios necesarios para institucionalizar la dirección pública. A nuestro juicio, la expansión de la gerencia pública responde a la necesidad de adaptar las organizaciones y los sistemas públicos a los principales desafíos que les plantean las sociedades contemporáneas. La existencia de buenos directivos, en número suficiente, y la consolidación de un modelo que los produzca, que proteja y estimule el ejercicio de su función, y que equilibre adecuadamente su peso con el de los demás actores del reparto político-administrativo, son variables cruciales de las reformas institucionales necesarias.
El debate de la gerencia pública no está al margen de los grandes debates contemporáneos. De hecho, se relaciona directamente con la calidad de las respuestas públicas a los grandes temas de nuestro tiempo. La dirección pública, tal como hemos intentado aproximarnos a ella, no ofrece un repertorio tecnocrático de soluciones a los problemas sociales. Por el contrario, se inscribe en el escenario complejo en el que los gobiernos y las organizaciones públicas intentan producir un liderazgo social capaz de enfrentar el cambio adaptativo (Heifetz: 1997). Es un escenario en el que las incertidumbres predominan sobre las certezas, los conflictos de intereses y valores sobre los consensos, la necesidad de aprendizaje social sobre la legitimidad de las soluciones técnicas, pretendidamente neutrales. La aportación de la gerencia pública no consiste en un intento de simplificar esta complejidad con unas cuantas recetas instrumentales, sino en mejorar la capacidad institucional de los gobiernos para enfrentarla. La institucionalización de la dirección pública no es una opción despolitizadora. Lejos de sustituir a la política, la facilita, la pone en valor y potencia, más allá de la mera atribución formal, su papel rector de las intervenciones públicas.
Llevar estas ideas al debate político y social será imprescindible para el arraigo y consolidación de la dirección pública. Por costoso que resulte conseguir que los problemas de la administración lleguen a la opinión pública, los temas de que hablamos no afectan simplemente a funcionarios que se hallan directamente interesados, o a académicos que han hecho de ellos un campo de especialidad. La institucionalización de la gerencia pública es un tema central para la gobernabilidad de las sociedades democráticas contemporáneas, e incumbe, por ello, a la sociedad en su conjunto.
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